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Neruda - le poesie
LA INSEPULTA DE PAITA
Elegía dedicada a la memoria de Manuela Sáenz,
amante de Simón Bolívar
Prólogo
Desde Valparaíso por el mar.
El Pacífico, duro camino de cuchillos.
Sol que fallece, cielo que navega.
Y el barco, insecto seco, sobre el agua.
Cada día es un fuego, una corona.
La noche apaga, esparce, disemina.
Oh día, oh noche,
oh naves
de la sombra y la luz, naves gemelas!
Oh tiempo, estela rota del navio!
Lento, hacia Panamá, navega el aire.
Oh mar, flor extendida del reposo!
No vamos ni volvemos ni sabemos.
Con los ojos cerrados existimos.
I
LA COSTA PERUANA
Surgió como un puñal
entre los dos azules enemigos,
cadena erial, silencio,
y acompañó a la nave
de noche interrumpida por la sombra,
de día allí otra vez la misma,
muda como una boca
que cerró para siempre su secreto,
y tenazmente sola
sin otras amenazas
que el silencio.
Oh larga
cordillera
de arena y desdentada
soledad, oh desnuda
y dormida
estatua huraña,
a quién,
a quiénes
despediste
hacia el mar, hacia los mares,
a quién
desde los mares
ahora
esperas?
Qué flor salió,
qué embarcación florida
a fundar en el mar la primavera
y te dejó los huesos
del osario,
la cueva
de la muerte metálica,
el monte carcomido
por las sales violentas?
Y no volvió raíz ni primavera,
todo se fue en la ola y en el viento!
Cuando a través
de largas
horas
sigues,
desierto, junto al mar,
soledad arenosa,
ferruginosa muerte,
el viajero
ha gastado
su corazón errante:
no le diste
un solo
ramo
de follaje y frescura,
ni canto de vertientes,
ni un techo que albergara
hombre y mujer amándose:
sólo el vuelo salado
del pájaro del mar
que salpicaba
las rocas
con espuma
y alejaba su adiós
del frío del planeta.
Atrás, adiós,
te dejo,
costa
amarga.
En cada hombre
tiembla
una semilla
que busca
agua celeste
o fundación porosa:
cuando no vio sino una copa larga
de montes minerales
y el azul extendido
contra una inexorable
ciudadela,
cambia el hombre su rumbo,
continúa su viaje
dejando atrás la costa del desierto,
dejando
atrás
el olvido.
II
LA INSEPULTA
En Paita preguntamos
por ella, la Difunta:
tocar, tocar la tierra
de la bella Enterrada.
No sabían.
Las balaustradas viejas,
los balcones celestes,
una vieja ciudad de enredaderas
con un perfume audaz
como una cesta
de mangos invencibles,
de pinas,
de chirimoyas profundas,
las moscas
del mercado
zumban
sobre el abandonado desaliño,
entre las cercenadas
cabezas de pescado,
y las indias sentadas
vendiendo
los inciertos despojos
con majestad bravia,
-soberanas de un reino
de cobre subterráneo -,
y el día era nublado,
el día era cansado,
el día era un perdido
caminante, en un largo
camino confundido
y polvoriento.
Detuve al niño, al hombre,
al anciano,
y no sabían dónde
falleció Manuelita,
ni cuál era su casa,
ni dónde estaba ahora
el polvo de sus huesos.
Arriba iban los cerros amarillos,
secos como camellos,
en un viaje en que nada se movía,
en un viaje de muertos,
porque es el agua
el movimiento,
el manantial transcurre,
el río crece y canta,
y allí los montes duros
continuaron el tiempo:
era la edad, el viaje inmóvil
de los cerros pelados,
y yo les pregunté por Manuelita,
pero ellos no sabían,
no sabían el nombre de las flores.
Al mar le preguntamos,
al viejo océano.
El mar peruano
abrió en la espuma viejos ojos incas
y habló la desdentada boca de la turquesa.
III
EL MAR Y MANUELITA
Aquí me llevó ella, la barquera,
la embarcadora de Colán, la brava.
Me navegó la bella, la recuerdo,
la sirena de los fusiles,
la viuda de las redes,
la pequeña criolla traficante
de miel, palomas, pinas y pistolas.
Durmió entre las barricas,
amarrada a la pólvora insurgente,
a los pescados que recién alzaban
sobre la barca sus escalofríos,
al oro de los más fugaces días,
al fosfórico sueño de la rada.
Sí, recuerdo su piel de nardo negro,
sus ojos duros, sus férreas manos breves,
recuerdo a la perdida comandante
y aquí vivió
sobre estas mismas olas,
pero no sé dónde se fue,
no sé
dónde dejó al amor su último beso,
ni dónde la alcanzó la última ola.
IV
NO LA ENCONTRAREMOS
No, pero en mar no yace la terrestre,
no hay Manuela sin rumbo, sin estrella,
sin barca, sola entre las tempestades.
Su corazón era de pan y entonces
se convirtió en harina y en arena,
se extendió por los montes abrasados:
por espacio cambió su soledad.
Y aquí no está y está la solitaria.
No descansa su mano, no es posible
encontrar sus anillos ni sus senos,
ni su boca que el rayo
navegó con su largo látigo de azahares.
No encontrará el viajero
a la dormida
de Paita en esta cripta, ni rodeada
por lanzas carcomidas, por inútil
mármol en el huraño cementerio
que contra polvo y mar guarda sus muertos,
en este promontorio, no,
no hay tumba para Manuelita,
no hay entierro para la flor,
no hay túmulo para la extendida,
no está su nombre en la madera
ni en la piedra feroz del templo.
Ella se fue, diseminada,
entre las duras cordilleras
y perdió entre sal y peñascos
los más tristes ojos del mundo,
y sus trenzas se convirtieron
en agua, en ríos del Perú,
y sus besos se adelgazaron
en el aire de las colinas,
y aquí está la tierra y los sueños
y las crepitantes banderas
y ella está aquí, pero ya nadie
puede reunir su belleza.
V
FALTA EL AMANTE
Amante, para qué decir tu nombre?
Sólo ella en estos montes
permanece.
Él es sólo silencio,
es brusca soledad que continúa.
Amor y tierra establecieron
la solar amalgama,
y hasta este sol, el último,
el sol mortuorio
busca
la integridad de la que fue la luz.
Busca
y su rayo
a veces
moribundo
corta buscando, corta como espada,
se clava en las arenas,
y hace falta la mano del Amante
en la desgarradora empuñadura.
Hace falta tu nombre,
Amante muerto,
pero el silencio sabe que tu nombre
se fue a caballo por la sierra,
se fue a caballo con el viento.
VI
RETRATO
Quién vivió? Quién vivía? Quién amaba?
Malditas telarañas españolas!
En la noche la hoguera de ojos ecuatoriales,
tu corazón ardiendo en el vasto vacío:
así se confundió tu boca con la aurora.
Manuela, brasa y agua, columna que sostuvo
no una techumbre vaga sino una loca estrella.
Hasta hoy respiramos aquel amor herido,
aquella puñalada del sol en la distancia.
VII
EN VANO TE BUSCAMOS
No, nadie reunirá tu firme forma,
ni resucitará tu arena ardiente,
no volverá tu boca a abrir su doble pétalo,
ni se hinchará en tus senos la blanca vestidura.
La soledad dispuso sal, silencio, sargazo,
y tu silueta fue comida por la arena,
se perdió en el espacio tu silvestre cintura,
sola, sin el contacto del jinete imperioso
que galopó en el fuego hasta la muerte.
VIII
MANUELA MATERIAL
Aquí en las desoladas colinas no reposas,
no escogiste el inmóvil universo del polvo.
Pero no eres espectro del alma en el vacío.
Tu recuerdo es materia, carne, fuego, naranja.
No asustarán tus pasos el salón del silencio,
a medianoche, ni volverás con la luna,
no entrarás transparente, sin cuerpo y sin rumor
no buscarán tus manos la cítara dormida.
No arrastrarás de torre en torre un nimbo verde
como de abandonados y muertos azahares,
y no tintinearán de noche tus tobillos:
te desencadenó sólo la muerte.
No, ni espectro, ni sombra, ni luna sobre el frío,
ni llanto, ni lamento, ni huyente vestidura,
sino aquel cuerpo, el mismo que se enlazó al amor,
aquellos ojos que desgranaron la tierra.
Las piernas que anidaron el imperioso fuego
del Húsar, del errante Capitán del camino,
las piernas que subieron al caballo en la selva
y bajaron volando la escala de alabastro.
Los brazos que abrazaron, sus dedos, sus mejillas,
sus senos (dos morenas mitades de magnolia)
el ave de su pelo (dos grandes alas negras),
sus caderas redondas de pan ecuatoriano.
Así, tal vez desnuda, paseas con el viento
que sigue siendo ahora tu tempestuoso amante.
Así existes ahora como entonces: materia,
verdad, vida imposible de traducir a muerte.
IX
EL JUEGO
Tu pequeña mano morena,
tus delgados pies españoles,
tus caderas claras de cántaro,
tus venas por donde corrían
viejos ríos de fuego verde:
todo lo pusiste en la mesa
como un tesoro quemante:
como de abandonados y muertos azahares,
en la baraja del incendio:
en el juego de vida o muerte.
X
ADIVINANZA
Quién está besándola ahora?
No es ella. No es él. No son ellos.
Es el viento con la bandera.
XI
EPITAFIO
Ésta fue la mujer herida:
en la noche de los caminos
tuvo por sueño una victoria,
tuvo por abrazo el dolor.
Tuvo por amante una espada.
XII
ELLA
Tú fuiste la libertad,
libertadora enamorada.
Entregaste dones y dudas,
idolatrada irrespetuosa.
Se asustaba el buho en la sombra
cuando pasó tu cabellera.
Y quedaron las tejas claras,
se iluminaron los paraguas.
Las casas cambiaron de ropa.
El invierno fue transparente.
Es Manuelita que cruzó
las calles cansadas de Lima,
la noche de Bogotá,
la oscuridad de Guayaquil,
el traje negro de Caracas.
Y desde entonces es de día.
XIII
INTERROGACIONES
Por qué? ¿Por qué no regresaste?
Oh amante sin fin, coronada
no sólo por los azahares,
no sólo por el gran amor,
no sólo por luz amarilla
y seda roja en el estrado,
no sólo por camas profundas
de sábanas y madreselvas,
sino también,
oh coronada,
por nuestra sangre y nuestra guerra.
XIV
DE TODO EL SILENCIO
Ahora quedémonos solos.
Solos, con la orgullosa.
Solos con la que se vistió
con un relámpago morado.
Con la emperatriz tricolor.
Con la enredadera de Quito.
De todo el silencio del mundo
ella escogió este triste estuario,
el agua pálida de Paita.
XV
QUIÉN SABE
De aquella gloria no, no puedo hablarte.
Hoy no quiero sino la rosa
perdida, perdida en la arena.
Quiero compartir el olvido.
Quiero ver los largos minutos
replegados como banderas,
escondidos en el silencio.
A la escondida quiero ver.
Quiero saber.
XVI
EXILIOS
Hay exilios que muerden y otros
son como el fuego que consume.
Hay dolores de patria muerta
que van subiendo desde abajo,
desde los pies y las raíces
y de pronto el hombre se ahoga,
ya no conoce las espigas,
ya se terminó la guitarra,
ya no hay aire para esa boca,
ya no puede vivir sin tierra
y entonces se cae de bruces,
no en la tierra, sino en la muerte.
Conocí el exilio del canto,
y ése sí tiene medicina,
porque se desangra en el canto,
la sangre sale y se hace canto.
Y aquel que perdió madre y padre,
que perdió también a sus hijos,
perdió la puerta de su casa,
no tiene nada, ni bandera,
ése también anda rodando
y a su dolor le pongo nombre
y lo guardo en mi caja oscura.
Y el exilio del que combate
hasta en el sueño, mientras come,
mientras no duerme ni come,
mientras anda y cuando no anda,
y no es el dolor exiliado
sino la mano que golpea
hasta que las piedras del muro
escuchen y caigan y entonces
sucede sangre y esto pasa:
así es la victoria del hombre.
NO COMPRENDO
Pero no comprendo este exilio.
Este triste orgullo, Manuela.
XVII
LA SOLEDAD
Quiero andar contigo y saber,
saber por qué, y andar adentro
del corazón diseminado,
preguntar al polvo perdido,
al jazmín huraño y disperso.
Por qué? Por qué esta tierra miserable?
Por qué esta luz desamparada?
Por qué esta sombra sin estrellas?
Por qué Paita para la muerte?
XVIII
LA FLOR
Ay amor, corazón de arena!
Ay sepultada en plena vida,
yacente sin sepultura,
niña infernal de los recuerdos,
angela color de espada.
Oh inquebrantable victoriosa
de guerra y sol, de cruel rocío.
Oh suprema flor empuñada
por la ternura y la dureza.
Oh puma de dedos celestes,
oh palmera color de sangre,
dime por qué quedaron mudos
los labios que el fuego besó,
por qué las manos que tocaron
el poderío del diamante,
las cuerdas del violín del viento,
la cimitarra de Dios,
se sellaron en la costa oscura,
y aquellos ojos que abrieron
y cerraron todo el fulgor
aquí se quedaron mirando
cómo iba y venía la ola,
cómo iba y venía el olvido
y cómo el tiempo no volvía:
sólo soledad sin salida
y estas rocas de alma terrible
manchadas por los alcatraces.
Ay, compañera, no comprendo!
XIX
ADIÓS
Adiós, bajo la niebla tu lenta barca cruza:
es transparente como una radiografía,
es muda entre las sombras de la sombra:
va sola, sube sola, sin rumbo y sin barquera.
Adiós, Manuela Sáenz, contrabandista pura,
guerrillera, tal vez tu amor ha indemnizado
la seca soledad y la noche vacía.
Tu amor diseminó su ceniza silvestre.
Libertadora, tú que no tienes tumba,
recibe una corona desangrada en tus huesos,
recibe un nuevo beso de amor sobre el olvido,
adiós, adiós, adiós, Julieta huracanada.
Vuelve a la proa eléctrica de tu nave pesquera,
dirige sobre el mar la red y los fusiles,
y que tu cabellera se junte con tus ojos,
tu corazón remonte las aguas de la muerte,
y se vea otra vez partiendo la marea,
la nave, conducida por tu amor valeroso.
XX
LA RESURRECTA
En tumba o mar o tierra, batallón o ventana,
devuélvenos el rayo de tu infiel hermosura.
Llama a tu cuerpo, busca tu forma desgranada
y vuelve a ser la estatua conducida en la proa.
(Y el Amante en su cripta temblará como un río.)
XXI
INVOCACIÓN
Adiós, adiós, adiós, insepulta bravia,
rosa roja, rosal hasta en la muerte errante,
adiós, forma calada por el polvo de Paita,
corola destrozada por la arena y el viento.
Aquí te invoco para que vuelvas a ser una
antigua muerta, rosa todavía radiante,
y que lo que de ti sobreviva se junte
hasta que tengan nombre tus huesos adorados.
El Amante en su sueño sentirá que lo llaman:
alguien, por fin aquélla, la perdida, se acerca
y en una sola barca viajará la barquera
otra vez, con el sueño y el Amante soñando,
los dos, ahora reunidos en la verdad desnuda:
cruel ceniza de un rayo que no enterró la muerte,
ni devoró la sal, ni consumió la arena.
XXII
YA NOS VAMOS DE PAITA
Paita, sobre la costa
muelles podridos,
escaleras
rotas,
los alcatraces tristes
fatigados,
sentados
en la madera muerta,
los fardos de algodón,
los cajones de Piura.
Soñolienta y vacía,
Paita se mueve
al ritmo
de las pequeñas olas de la rada
contra el muro calcáreo.
Parece
que aquí
alguna ausencia inmensa sacudió y quebrantó
los techos y las calles.
Casas vacías, paredones
rotos,
alguna buganvilia
echa en la luz el chorro
de su sangre morada,
y lo demás es tierra,
el abandono seco
del desierto.
Y ya se fue el navio
a sus distancias.
Paita quedó dormida
en sus arenas.
Manuelita insepulta,
desgranada
en las atroces, duras
soledades.
Regresaron las barcas, descargaron
a pleno sol negras mercaderías.
Las grandes aves calvas
se sostienen
inmóviles
sobre
piedras quemantes.
Se va el navio. Ya
no tiene ya más
nombre la tierra.
Entre los dos azules
del cielo y del océano
una línea de arena,
seca, sola, sombría.
Luego cae la noche.
Y nave y costa y mar
y tierra y canto
navegan al olvido.
LA INSEPOLTA DI PAITA
Elegia dedicata alla memoria di Manuela Sáenz,
amante di Simón Bolívar
PROLOGO
Da Valparaiso per il mare.
Il Pacifico, duro cammino di coltelli.
Sole che muore, cielo che naviga.
E la nave, insetto secco, sopra l’acqua.
Ogni giorni è un incendio, una corona.
La notte si placa, si diffonde, si dissemina.
Oh giorno, oh notte,
oh navi
dell’ombra e della luce, navi gemelle!
Oh tempo, stella distrutta della nave!
Lenta, verso Panama, naviga l’aria.
Oh mare, fiore esteso del riposo!
Non andiamo né torniamo né sappiamo.
Con gli occhi chiusi esistiamo.
I
LA COSTA PERUVIANA
Sorse come un pugnale
tra i due azzurri nemici,
catena incolta, silenzio,
e accompagnò alla nave
di notte interrotta dall’ombra,
di giorno lì ancora la stessa,
cambia come una bocca
che chiuse per sempre il suo segreto,
e tenacemente sola
senza altre minacce
se non il silenzio.
Oh lunga
cordigliera
di sabbia e sdentata
solitudine, oh nuda
e addormentata
statua scontrosa,
chi,
chi
proiettasti
verso il mare, verso i mari,
chi
dai mari
adesso
aspetti?
Che fiore uscì,
che imbarcazione fiorita
a fondare nel mare la primavera
e ti lasciò le ossa
dell’ossario,
la caverna
della morte metallica,
il monte consumato
dai sali violenti?
E non ritornò radice né primavera,
tutto si fece nell’onda e nel vento!
Quando attraverso
le lunghe
ore
insegui,
deserto, vicino al mare,
solitudine sabbiosa,
ferruginosa morte,
il viaggiatore
ha consumato
il suo cuore errante:
non gli desti
un solo
ramo
di fogliame e freschezza,
né parete di versante,
né un tetto che ospitasse
uomo e donna nell’amore:
soltanto un volo salato
dell’uccello del mare
che spruzzava
le rocce
con schiuma
e allontanava i suoi addii
dal freddo del pianeta.
Indietro, addio,
ti lascio,
costa
amara.
In ogni uomo
trema
un seme
che cerca
acqua celeste
o fondazione porosa:
quando non vide altro che un bicchiere lunga
di monti minerali
e l’azzurro esteso
contro una inesorabile
cittadina,
cambia l’uomo la sua rotta,
continua il suo viaggio
lasciando indietro la costa del deserto,
lasciando
indietro
l’oblio.
II
L’INSEPOLTA
A Paita preghiamo
per lei, la Defunta:
toccare, toccare la terra
della bella Sepolta.
Non sapevamo.
Le balaustre vecchie,
i balconi celesti,
una vecchia città di rampicanti
con un profumo audace
come un canestro
di manghi invincibili,
di ananas,
di anoni profondi,
le mosche
del mercato
ronzano
sopra l’abbandonata sciatteria,
tra le mozzate
teste di pesce,
e le donne indio sedute
vendono
gli incerti residui
con maestà selvaggia,
- sovrane di un regno
di rame sotterraneo -,
e il giorno era nuvoloso,
il giorno era stanco,
il giorno era un perduto
viandante, in una lunga
strada confusa
e polverosa.
Fermai il bambino, l’uomo,
l’anziano,
e non sapevano dove
morì Manuelita,
né quale era la sua casa,
né dove era adesso
la polvere delle sue ossa.
In alto c’erano le colline gialle
secche come cammelli,
in un viaggio in cui nulla si muoveva,
in un viaggio di morti,
perché è l’acqua
il movimento,
la sorgente sgorga,
il fiume cresce e canta,
e lì i monti duri
continuarono il tempo:
era l’età, il viaggio immobile
delle colline pelate,
ed io gli domandai di Manuelita,
ma essi non sapevano,
non sapevano il nome dei fiori.
Al mare lo domandammo,
al vecchio oceano.
Il mare peruviano
aprì con la schiuma vecchi occhi incas
e parlò la sdentata bocca del turchese.
III
IL MARE E MANUELITA
Qui mi portò lei, la barcaiola,
l’imbarcatrice di Colán, la coraggiosa.
Mi navigò la bella, la ricordo,
la sirena dei fucili,
la vedova delle reti,
la piccola creola trafficante
di miele, colombe, ananas e pistole.
Dormì tra i barilotti,
ormeggiata alla polvere insorta,
ai pesci che da poco alzavano
sopra la barca i loro brividi,
all’oro dei più fugaci giorni,
al fosforico sonno della rada.
Si, ricordo il suo piede di nardo nero,
i suoi occhi duri, le sue ferree mani corte,
ricordo il perduto comandante
e qui visse
sopra queste stesse onde,
ma non so dove andò via,
non so
dove lasciò l’amore il suo ultimo bacio,
né dove la raggiunse l’ultima onda.
IV
NON LA INCONTREREMO
No, ma in mare non giace la terrestre,
non è Manuela senza rotta, senza stella,
senza barca, sola nelle tempeste.
Il suo cuore era di pane ed allora
si trasformò in farina e in sabbia,
si estese per i monti bruciati:
per spazio scambiò la sua solitudine.
E qui non sta ed è la solitaria.
Non riposa la sua mano, non è possibile
incontrare i suoi anelli né i suoi seni,
né la sua bocca che il fulmine
navigò con la sua lunga frusta di zagare.
Non incontrerà il viaggiatore
l’addormentata
di Paita in questa cripta, né circondata
da lance tarlate, per l’inutile
marmo nello scontroso cimitero
che contro polvere e mare guarda i suoi morti,
in questo promontorio, no,
non c’è tomba per Manuelita,
non c’è sepoltura per il fiore,
non c’è tumulo per la distesa,
non c’è il suo nome sul legno
né una pietra feroce del tempio.
Essa andò via, disseminata,
tra le dure cordigliere
e perse tra sale e macigni
i più tristi occhi del mondo,
e le sue trecce si trasformarono
in acqua, in fiumi del Perù,
e i suoi baci si assottigliarono
nell’aria delle colline,
e qui è la terra ed i sogni
e le crepitanti bandiere
e lei è qui, ma nessuno
può riunirsi alla sua bellezza.
V
MANCA L’AMANTE
Amante, perché dire il tuo nome?
Soltanto lei in questi monti
rimane.
Egli è solo silenzio,
è brusca solitudine che continua.
Amore e terra sancirono
la solare amalgama,
e perfino questo sole, l’ultimo,
il sole mortuario
cerca
l’integrità di quella che fu la luce.
Cerca
ed il suo raggio
forse
moribondo
si spezza cercando, si spezza come spada,
si conficca nelle sabbie,
e fa mancare la mano dell’Amante
nella straziata impugnatura.
Manca il tuo nome,
Amante morto,
ma il silenzio sa che il tuo nome
andò a cavallo per la catena montuosa,
andò a cavallo col vento.
VI
RITRATTO
Chi visse? Chi viveva? Chi amava?
Maledette ragnatele spagnole!
Nella notte il falò di occhi equatoriali,
il tuo cuore arse nel vasto vuoto:
così si confuse la tua bocca con l’aurora.
Manuela, brace ed acqua, colonna che sostenne
non una copertura vaga ma una pazza stella.
Perfino oggi respiriamo quell’amore ferito,
quella pugnalata del sole nella distanza.
VII
INVANO TI CERCHIAMO
No, nessuno riunirà la tua stabile forma,
né resusciterà la tua sabbia ardente,
non tornerà la tua bocca ad aprire il doppio petalo,
non si gonfierà sui tuoi seni la bianca veste.
La solitudine possedette sale, silenzio, sargasso,
e la tua sagoma fu corrosa dalla sabbia,
si perse nello spazio la tua silvestre cintura,
sola, senza il contatto del cavaliere imperioso
che galoppò nel fuoco verso la morte.
VIII
MANUELA MATERIALE
Qui nelle desolate colline non riposi,
non scegliesti l’immobile universo della polvere.
Ma non sei spettro dell’anima nel vuoto.
Il tuo ricordo è materia, carne, fuoco, arancia.
Non spaventeranno i tuoi passi il salone del silenzio,
a mezzanotte, né tornerai con la luna,
non entrerai trasparente, senza corpo e senza rumore,
non cercheranno le tue mani la cetra addormentata.
Non trascinerai di torre in torre un nimbo verde
come di abbandonate e morte zagare,
e non tintinneranno nella notte le tue caviglie:
ti liberò soltanto la morte.
No, né spettro, né ombra, né luna sopra il freddo,
né pianto, né lamento, né sfuggente veste,
ma quel corpo, lo stesso che si allacciò all’amore,
quegli occhi che sgranarono la terra.
Le gambe che nidificarono l’imperioso fuoco
dell’Húsar, dell’errante Capitano del cammino,
le gambe che salirono a cavallo nella selva
e scesero volando la scala di alabastro.
Le braccia che abbracciarono, le sue dita, le sue guance,
i suoi seni (due brune metà di magnolia),
il volo dei suoi capelli (due grandi ali nere),
i suoi fianchi rotondi di pane ecuadoriano.
Così forse nuda, passeggi con il vento
che continua ad essere adesso il tuo tempestoso amante.
Così esisti adesso come allora: materia,
verità, vita impossibile da tradurre a morte.
IX
IL GIOCO
La tua piccola mano bruna,
i tuoi delicati piedi spagnoli,
i tuoi fianchi chiari di anfora,
le tue vene dove correvano
vecchi fiumi di fuoco verde:
tutto ponesti sulla tavola
come un tesoro bruciante:
come delle abbandonate e morte zagare,
nel mazzo di carte dell’incendio:
nel gioco della vita e della morte.
X
INDOVINELLO
Chi sta baciandola adesso?
Non è lei, Non è lui. Non sono essi.
È il vento con la bandiera.
XI
EPITAFFIO
Questa fu la donna ferita:
nella notte delle strade
ebbe per sogno una vittoria,
ebbe per abbraccio il dolore.
Ebbe per amante una spada.
XII
LEI
Tu fosti la libertà,
liberatrice innamorata.
Consegnasti doni e dubbi,
idolatrata irrispettosa.
Si spaventava il gufo nell’ombra
quando passava la tua capigliatura.
E rimasero le tegole chiare,
si illuminarono gli ombrelli.
Le case cambiarono di aspetto.
L’inverno fu trasparente.
È Manuelita che attraversò
le strade stanche di Lima,
la notte di Bogotà,
l’oscurità di Guayaquil,
il vestito nero di Caracas.
E da allora è il giorno.
XIII
INTERROGAZIONI
Perché, Perché non ritornasti?
Oh amante senza fine, incoronata
non soltanto dalle zagare,
non soltanto dal grande amore,
non soltanto dalla luce gialla
e dalla seta rossa nel palco,
non solo da letti profondi
di lenzuola e madreselve,
ma anche,
oh incoronata,
dal nostro sangue e della nostra guerra.
XIV
DI TUTTO IL SILENZIO
Adesso restiamocene soli.
Soli, con la orgogliosa.
Soli con quella che si vestì
con un lampo violaceo.
Con la imperatrice tricolore.
Con il rampicante di Quito.
Di tutto il silenzio del mondo
essa scelse questo triste estuario,
l’acqua pallida di Paita.
XV
CHI LO SA
Di quella gloria no, non posso parlarti.
Oggi voglio solamente la rosa
perduta, perduta nella sabbia.
Voglio condividere l’oblio.
Voglio vedere i lunghi minuti
ripiegati come bandiere,
nascosti nel silenzio.
La nascosta voglio vedere.
Voglio sapere.
XVI
ESILI
Ci sono esili che mordono e altri
sono come il fuoco che consuma.
Ci sono dolori di patria morta
che stanno crescendo dal basso,
dai piedi e dalle radici
ed improvvisamente l’uomo si soffoca,
e non conosce le spighe,
e si esaurì la chitarra,
e non c’è parola per questa bocca,
e non può vivere senza terra
e allora cade bocconi,
non nella terra, ma nella morte.
Conobbi l’esilio del canto,
e questo si è medicina,
perché si dissangua nel canto,
il sangue esce e si fa canto.
E quello che perse padre e madre,
che perse anche i suoi figli,
perse la porta della sua casa,
non ha niente, né bandiera,
questo anche va girando
e al suo dolore pongo nome
e lo guardo nella mia cassa oscura.
E l’esilio di chi combatte
fino al sonno, mentre mangia,
mentre non dorme né mangia,
mentre cammina e quando non cammina,
e non è il dolore esiliato
ma la mano che colpisce
finché le pietre del muro
ascoltino e cadano e allora
subentra il sangue e questo passa:
così è la vittoria dell’uomo.
NON COMPRENDO
Ma non comprendo questo esilio.
Questo triste orgoglio, Manuela.
XVII
LA SOLITUDINE
Voglio camminare con te e sapere,
sapere perché, e camminare dentro
al cuore disseminato,
domandare alla polvere perduta,
al gelsomino scontroso e disperso.
Perché? Perché questa terra miserabile?
Perché questa luce abbandonata?
Perché questa ombra senza stelle?
Perché Paita per la morte?
XVIII
IL FIORE
Ahi, amore, cuore di sabbia!
Ahi, seppellita in piena vita,
giacente senza sepoltura,
bambina infernale dei ricordi,
angelo color di spada.
Oh irremovibile vittoriosa
di guerra e sole, di crudele rugiada.
Oh supremo fiore brandito
dalla tenerezza e dalla durezza.
Oh puma dalle dita celesti,
oh palma color di sangue,
dimmi perché rimasero mute
le labbra che il fuoco baciò,
perché le mani che toccarono
il potere del diamante,
le corde del violino del vento,
la scimitarra di Dio,
si sigillarono nella costa oscura,
e quegli occhi che aprirono
e chiusero tutto il fulgore
qui si fermarono guardando
come andava e veniva l’onda,
come andava e veniva l’oblio
e come il tempo non ritornava:
solo solitudine senza uscita
e queste rocce dall’anima terribile
macchiate dai pellicani.
Ahi, compagna, non capisco!
XIX
ADDIO
Addio, sotto la nebbia la tua lenta barca incrocia:
è trasparente come una radiografia,
è muta tra le ombre dell’ombra:
va sola, esce sola, senza rotta e senza barcaiola.
Addio, Manuale Sáenz, contrabbandiera pura,
guerrigliera, forse il tuo amore ha indennizzato
la secca solitudine e la notte vuota.
Il tuo amore disseminò la sua cenere silvestre.
Liberatrice, tu che non hai tomba,
ricevi una corona dissanguata nelle tue ossa,
ricevi un nuovo bacio d’amore sopra l’oblio,
addio, addio, addio, Giulietta forte come un uragano.
Torna alla prua elettrica della tuo peschereccio,
dirigi sopra il mare la rete e i fucili,
e che la tua capigliatura si unisca ai tuoi occhi,
il tuo cuore risalga le acque della morte,
e si veda ancora partendo la marea,
la nave, condotta dal tuo amore valoroso.
XX
LA RISORTA
Nella tomba o mare o terra, battaglione o finestra,
restituiscici il raggio della tua infedele bellezza.
Chiama il tuo corpo, cerca la tua forma sgranata
e torna ad essere la statua guidata dalla prua.
(E l’Amante nella sua cripta tremerà come un fiume.)
XXI
INVOCAZIONE
Addio, addio, addio, insepolta selvaggia,
rosa rossa, rosaio fino alla morte errante,
addio, forma intarsiata dalla polvere di Paita,
corolla distrutta dalla sabbia e dal vento.
Qui ti invoco perché torni ad essere una
antica morta, rosa ancora raggiante,
e che quello che di te sopravvive si unisca
finché abbiano nome le tue ossa adorate.
L’Amante nel suo sonno sentirà che lo chiamano:
qualcuno, finalmente lei, la perduta, si avvicina
e in una sola barca viaggerà la barcaiola
ancora, con il sogno e l’Amante segnando
i due, adesso riuniti nella verità nuda:
crudele cenere di un raggio che non seppellì la morte,
né divorò il sale, né consumò la sabbia.
XXII
CE NE ANDIAMO DA PAITA
Paita, sopra la costa
banchine marce,
scale
rotte,
i pellicani tristi
affaticati,
seduti
sul legno morto,
gli involti di cotone,
i cassetti di Piura.
Sonnolenta e vuota
Paita si muove
al ritmo
delle piccole onde della rada
contro il muro calcareo.
Sembra
che qui
qualche assenza immensa scosse e sgretolò
i tetti e le strade.
Case vuote, muraglioni
rotti,
qualche buganvillea
lancia nella luce il getto
del suo sangue scuro,
e il resto è terra,
l’abbandono secco
del deserto.
E già andò via la nave
distante da lei.
Paita cadde addormentata
nelle sue sabbie.
Manuelita, insepolta,
sgranata
nelle atroci, dure
solitudini.
Ritornarono le barche, scaricarono
in pieno sole scure merci.
I grandi uccelli calvi
si sostengono
immobili
sopra
pietre brucanti.
Se ne va la nave. Già
non ha più
nome la terra.
Tra i due azzurri
del cielo e dell’oceano
una linea di sabbia,
secca, sola, ombrosa.
Poi cade la notte.
E nave e costa e mare
e terra e canto
navigano verso l’oblio.