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Neruda - le poesie
EL SOBRINO DE OCCIDENTE
Cuando tuve quince años cumplidos llegó mi tío Manuel
con una valija pesada, camisas, zapatos y un libro.
El libro era Simbad el Marino y supe de pronto
que más allá de la lluvia estaba el mundo
claro como un melón, resbaloso y florido.
Me eduqué, sin embargo, a caballo, lloviendo.
En aquellas provincias, el trigo
movía el verano como una bandera amarilla
y la soledad era pura
era un libro entreabierto, un armario con sol olvidado.
Veinte años! Naufragio!
Delirante batalla,
la letra
y la letra,
el azul,
el amor,
y Simbad sin orillas,
y entonces
la noche delgada,
la luz crepitante del vino.
Pregunto libro a libro, son las puertas, hay alguien
que se asoma y responde y luego no hay
respuesta, se fueron las hojas,
se golpea a la entrada del capítulo,
se fue Pascal, huyó con los Tres Mosqueteros,
Lautréamont cayó de su tela de araña,
Quevedo, el preso prófugo, el aprendiz de muerto
galopa en su esqueleto de caballo
y, en suma, no responden en los libros:
se fueron todos, la casa está vacía.
Y cuando abres la puerta hay un espejo
en que te ves entero y te da frío.
De Occidente, sí -sí sí sí sí-,
manchado por tabaco y humedad,
desvencijado como un carro viejo
que dejó una por una sus ruedas en la luna.
Sí, sí, después de todo, el nacimiento
no sirve, lo arregla, desarregla
todo: después la vida de las calles,
el ácido oficial de oficinas y empleos,
la profesión raída del pobre intelectual.
Así entre Bach y poker de estudiantes
el alma se consume, sube y baja,
la sangre toma forma de escaleras,
el termómetro ordena y estimula.
La arena que perdimos, la piedra, los follajes,
lo que fuimos, la cinta salvaje del nonato
se va quedando atrás y nadie llora:
la ciudad se comió no sólo a la muchacha
que llegó de Toltén con un canasto claro
de huevos y gallinas, sino que a ti también,
occidental, hermano entrecruzado,
hostil, canalla de la jerarquía,
y poco a poco el mundo tiene gusto a gusano
y no hay hierba, no existe rocío en el planeta.
IL NIPOTE DA OCCIDENTE
Quando ebbi compiuto quindici anni arrivò mio zio Manuel
con una valigia pesante, camicie, scarpe e un libro.
Il libro era Simbad il marinaio e seppi immediatamente
che più in là della pioggia c’era il mondo
chiaro come un melone, scivoloso e florido.
Mi istruii, tuttavia, a cavallo, mentre pioveva.
In quelle province, il frumento
si muoveva l’estate come una bandiera gialla
e la solitudine era pura,
era un libro socchiuso, un armadio con sole dimenticato.
Venti anni! Naufragio!
Delirante battaglia,
la scrittura
e la scrittura,
l’azzurro,
l’amore,
e Simbad senza rive,
e allora
la notte delicata,
la luce crepitante del vino.
Chiedo libro a libro, sono le porte, c’è qualcuno
che si affaccia e risponde e dopo non c’è
risposta, andaron via le foglie,
si colpisce all’ingresso del capitolo,
andò via Pascal, fuggì con i Tre Moschettieri,
Lautréamont cadde dalla sua tela di ragno,
Quevedo, il carcerato profugo, l’apprendista di morte
galoppa con il suo scheletro di cavallo
e, insomma, non rispondono nei libri:
andarono via tutti, la casa è vuota.
E quando apri la porta c’è uno specchio
in cui ti vedi intero e ti fa freddo.
Da Occidente, sì – sì sì sì sì -,
macchiato da tabacco e umidità,
sgangherato come un carro vecchio
che lasciò una per una le sue ruote nella luna.
Sì, sì, dopo tutto, la nascita
non serve, mette in ordine, in disordine
tutto: poi la vita delle strade,
l’acido ufficiale di uffici e impieghi,
la professione logora del povero intellettuale.
Così tra Bach e poker di studenti
l’anima si consuma, sale e scende,
il sangue prende forma di scale,
il termometro comanda e stimola.
La sabbia che perdemmo, la pietra, il fogliame,
quello che fummo, la cintura selvaggia del non nato
rimane indietro e nessuno piange:
la città corrose non soltanto la ragazza
che arrivò da Toltén con un canestro chiaro
di uova e galline, ma anche te adesso,
occidentale, fratello incrociato,
ostile, canaglia della gerarchia,
e poco a poco il mondo dà soddisfazione al verme
e non ha erba, non esiste rugiada nel pianeta.