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Neruda - le poesie
CATACLISMO
I
La noche de mil noches y una noche,
la sombra de mil sombras y un latido,
el agua de mil aguas que cayeron,
el fuego destapando sus embudos,
la ceniza vestida de medusa,
la tierra dando un grito.
Hombre soy, por qué nací en la tierra?
Dónde está mi mortaja?
Ésta es la muerte?
II
De los cuarenta días fríos que llegaron antes
nadie supo ni vio materia diferente:
se presenta el invierno como un viajero,
como ave regular en el viaje del cielo.
Cuarenta soles con lluvias sobre los montes,
luego la luz, los dedos de la luz en sus guantes,
así es la noche del invierno oscuro como mano dormida,
y luego con la aurora los derechos
del árbol: la arboleda,
y las guerras del árbol: tenaz selva profunda,
interminable como anillo, vestida con un perfume inmenso.
III
Yo soy el sumergido de aquellas latitudes,
allí dejé mis manos, mi primera abundancia,
los tesoros vacíos más ricos que el dinero,
el fulgor de aquel mundo de hojas, raíces, sílabas
sin idioma, de hojas entrecortadas
que una a una me hicieron entender una dicha
joven y tenebrosa, y es por eso
que cuando
cayó el humo y el mar, la lava, el miedo
allí cayeron, enredándose en un nudo de espinas
que rodaba temblando sobre el día
con una cola de agua hirsuta y piedras que mordían,
y la tierra paría y moría, agonizaba y nacía,
y otra vez volvía a llamarse tierra y a tener noche
y de nuevo borraba su nombre con espanto,
ay, ay hermanos ausentes, como si el dolor fuera un sistema intacto,
una copa de aire amargo entre todo el aire del cielo:
allí donde yo estuve llegó a mis labios la muerte,
allí donde yo pasé se sacudió la tierra
y se quemó mi corazón con un solo relámpago.
IV
Cuéntame tú, pobre Pedro, pobre Juan,
tú, pobre, silencioso habitante de las islas,
Agustín Pescador casado con María Selva,
o tú, Martín sin olvido, sin nunca más olvido,
hijo de la memoria pedregosa,
cuéntame, cuéntame sin día ni noche, sin palabras,
solo con lo que perdiste, las redes, el arado,
la casita y el chancho, la máquina Singer comprada en Temuco
a costa de tanto tejido, de tanto trabajo lloviendo,
lloviendo, siempre con la lluvia a cuestas
y los zapatos de toda la familia
que esperan con paciencia el invierno para perforarse y podrirse.
Oh, ahora tal vez no significa nada el plazo vencido,
ni aquel caballo robado que apareció después en Nehuentúe.
Ahora la gran deuda de la vida fue pagada con miedo,
fue volcada en la tierra como una cosecha
de la que todos huían rezando, llorando y muriendo,
sin comprender por qué nacimos, ni por qué la tierra
que esperó tanto tiempo que madurara el trigo,
ahora, sin paciencia, como una brusca viuda
borracha y crepitante se hiciera pagar de golpe
amor y amor, vida y vida, muerte y muerte.
V
El cementerio de los Andwanter en la Isla,
frente a Valdivia, escondió cien años
la última gota pura del olvido. Sólo
unos cuantos fundadores muertos, el caballero rubio
y su mujer cocinante, los hijos que devoró el invierno.
Las lianas, las hiedras, las cadenas del bosque,
los hilos que desde el drimis winterey y el notofagus
altos como las catedrales que perdieron,
góticos como los sueños feroces de su natalicio,
cosieron con aguja y silencio una pequeña patria verde,
la iglesia vegetal que sus huesos querían.
Y ahora, aquellos muertos qué hicieron? Dónde viven?
De aquella taza de agua y olvido, de aquella susurrante
sombra secreta, salió también el miedo
a pasear con su ropa inundada por la soledad de Valdivia?
O también alcanzó allí la lengua del volcán,
el agua interminable que quería matar
y el grito agudo, agudo del mar contra el olvido?
VI
De Puerto Saavedra un patio de amapolas,
el no ser de los indios, la torre del verano
como un faro azotado por las olas del trigo,
duro y azul el cielo de la melancolía,
y una raíz cargada de pólvora y perfume
dentro de mí, naciendo, derribando la luna.
El viejo poeta de barba amarilla, pastor del cisne frío,
del cisne errante, cúpula, monarquía de nieve,
cápsula clara, nave de los solemnes lagos,
el antiguo poeta que me dio una mano
rápida, fugitiva, antes de irse a su tumba,
ahora qué pudo hacer con su pequeño esqueleto
cuando todo tembló sin cisnes, todo rodó en la lluvia,
y el mar del otro lado devoró el Malecón,
entró por las ventanas odio y agua enemiga,
odio sin fondo, espada de la naturaleza.
Qué pudo hacer mi amigo reducido a semilla,
vuelto a germen, recién tal vez naciendo,
cuando el odio del mar aplastó las maderas
y hasta la soledad quedó sacrificada?
VII
Volcanes! Dioses perdidos, renegados,
dioses substituidos, carnívoras corolas,
me acostumbré a mirar a nivel de agua,
a estatura de insecto o piedrecita
vuestro intacto silencio de caballos nevados,
los cuellos del volcán, los hocicos, los dientes
que sólo mordían frío, los collares
del gran dios Chillan, del Puntiagudo, del Osorno,
las plumas del Villarrica que el viento feroz
disemina en distancia y agua reconcentrada,
oh Tronador, pan recién creado en el horno frío
en mitad de la selva cerrada como una iglesia.,
Llaima, con tu penacho de oro y humo,
Aconcagua, pesado padre del silencio en el mundo,
Calbuco, volcán fresco, santo de las manzanas.
En este volcán y en el otro la raza de la tierra
fundó su ser y su no ser, apoyó su familia,
formuló leyes escritas con sangre de zorro,
dictó el rapto, la sal, la guerra, la ceniza.
Así, nació de barro,
de barro de volcán
el primer hombre.
VIII
Adentro está el terror, abajo duerme el terror,
es un óvulo estriado que vive en el fuego,
es una pluma pálida que -máquina o medusa -
sube y baja, recorre las venas del volcán,
hasta que frenética saltó de su recinto
y de larva insondable se transformó en corona,
trueno terrible, tubo total de la tormenta,
rosa de azufre, y sangre sobre el dios coronado.
Y aquella paz, aquella nieve en la mentira
del agua quieta, en la paciencia del Llanquihue,
todo aquello, el verano con su paloma inmóvil,
terminó en un silbido de fuego profundo:
se rompió el cielo, galopó la tierra,
y cuando sólo el mar podía responder
se juntaron las aguas en una ola cobarde
que palpitó subiendo por la altura
y cayó con su frío en el infierno.
IX
Amor mío, amor mío, ciérrame los ojos
no sólo contra la claridad volcánica, no sólo
contra la oscuridad del miedo: no quiero tener ojos,
no quiero saber ya, ni conocer, ni ser.
Ciérrame los ojos contra todas las lágrimas,
contra mi propio llanto y el tuyo, contra el río
del llanto perpetuo que entre noche y lava
acaricia y horada como un beso sulfúrico
el último vestido de la pobre patria, sentada en una piedra
frente a la invitación insistente del mar,
bajo la inexorable conducta de la cordillera.
X
El miedo envuelve los huesos como una nueva piel,
envuelve la sangre con la piel de la noche,
bajo la planta de los pies mueve la tierra:
no es tu pelo, es el miedo en tu cabeza
como una cabellera de clavos verticales
y lo que ves no son las calles rotas
sino, dentro de ti, tus paredes caídas,
tu infinito frustrado, se desploma
otra vez la ciudad, en tu silencio sólo se oye
la amenaza del agua, y en el agua
los caballos ahogados galopan en tu muerte.
XI
Volveré a ver cuanto fue respetado
por fuego, tierra y mar, sin duda. Un día
llegaré como los emigrados antes de ser vencidos:
esto quedó, esta casa, esta piedra, este hombre.
La ternura tiene una mano de ciclón tardío
para recuperar sus miserables tesoros
y luego olvido y lluvia lavan las manchas digitales
del devorado. Seguramente todo
estará allí, los veleros
vuelven del archipiélago cargados
con erizos del mar, con tomates de yodo,
con las maderas duras de Chacao
y yo veré el mismo día antiguo con título de nieve,
con un volcán callado a plena luz
y ya el escalofrío más grande de la tierra
se alejó como el viento polar a su destino.
Y crecerá más de una flor, más de un pan, más de un hombre
de las mismas raíces olvidadas del miedo.
XII
Araucaria, quién eres? Quién soy? Sujeta!
Sufre! Sujeta! Corran! Aquí estoy! Pero llueve.
No hay nadie más. Cayó la torre. Traigan,
traigan la cuchara, la pala, el azadón,
ahora muero, dónde está la Rosa? No hay nadie,
no hay ventana, no hay luz, se fueron, se murieron.
Yo bajé al patio, entonces no hubo tierra,
todo rodaba, el fuego salía de la esquina.
Tú sabes que Alarcón subió a sus hijos
en la nave, hacia el mar, pero tampoco el mar
estaba allí, el mar se había ido,
había huido, huido, huido el mar
y volvió en una ola, en una negra ola,
en una negra ola el mar
el mar volvió volvió volvió.
En una sola ola los Alarcón murieron.
XIII
Debajo de mis alas mojadas, hijos, dormid,
amarga población de la noche inestable,
chilenos perdidos en el terror, sin nombre,
sin zapatos, sin padre, ni madre, ni sabiduría:
ahora bajo la lluvia tenderemos
el poncho y a plena muerte, bajo mis alas,
a plena noche dormiremos para despertar:
es nuestro deber eterno la tierra enemiga,
nuestro deber es abrir las manos y los ojos
y salir a contar lo que muere y lo que nace.
No hay infortunio que no reconstruya la aguja:
cose que cose el tiempo como una costurera
coserá un rosal rojo sobre las cicatrices
y ahora tenemos nuevas islas, volcanes,
nuevos ríos, océano recién nacido,
ahora seamos una vez más: existiremos,
pongámonos en la cara la única sonrisa que flotó sobre el agua,
recojamos el sombrero quemado y el apellido muerto,
vistámonos de nuevo de hombre y de mujer desnudos:
construyamos el muro, la puerta, la ciudad:
comencemos de nuevo el amor y el acero:
fundemos otra vez la patria temblorosa.
CATACLISMA
I
La notte di mille notti e una notte,
l’ombra di mille ombre e un battito,
l’acqua di mille acque che caddero,
il fuoco che stappa i suoi imbuti,
la cenere vestita da medusa,
la terra dà un grido.
Sono un uomo, perché nacqui sulla terra?
Dov’è il mio sudario?
Questa è la morte?
II
Dai quaranta giorni freddi che arrivarono prima
nessuno seppe né vide materia differente:
si presenta l’inverno come un viaggiatore,
come uccello regolare nel viaggio del cielo.
Quaranta soli con pioggia sopra i monti,
poi la luce, le dita della luce nei suoi guanti,
così è la notte dell’inverno oscuro come mano addormentata,
e poi con l’aurora i diritti
dell’albero: il bosco,
e le guerre degli alberi: tenace selva profonda,
interminabile come un anello, vestita con un profumo immenso.
III
Io sono il sommerso di quelle latitudini,
lì lasciai le mie mani, la mia prima abbondanza,
i tesori vuoti più ricchi del denaro,
il fulgore di quel mondo di foglie, radici, sillabe
senza idioma, di foglie intrecciate
che una ad una mi fecero capire una felicità
giovane e tenebrosa, e è per questo
che quando
cadde il fumo e il mare, la lava, la paura
lì caddero, ingarbugliandosi in un nodo di spine
che girava tremando sopra il giorno
con una coda di acqua irsuta e pietre che mordevano,
e la terra partoriva e moriva, agonizzava e nasceva,
e ancora tornava a chiamarsi terra e ad avere notte
e di nuovo cancellava il suo nome con timore,
ahi, ahi fratelli assenti, come se il dolore fosse un sistema intatto,
una coppa di aria amara tra tutta l’aria del cielo:
lì dove io stetti arrivò alle mie labbra la morte,
lì dove io passai si scosse la terra
e si bruciò il mio cuore con un solo lampo.
IV
Raccontami tu, povero Pedro, povero Juan,
tu, povero, silenzioso abitante delle isole,
Agustín Pescatore sposato con María Selva,
o tu, Martín senza oblio, senza niente più oblio,
figlio dalla memoria pietrosa,
raccontami, raccontami senza giorno né notte, senza parole,
solo con quello che perdesti, le reti, l’aratro,
la casetta e il maiale, la macchina Singer comprata a Temuco
a costo di tanto tessuto, di tanto lavoro mentre pioveva,
mentre pioveva, con la pioggia sopra le spalle
e le scarpe di tutta la famiglia
che aspettavano con pazienza l’inverno per forarsi e marcire.
Oh, adesso forse non significa nulla il posto vinto,
né quel cavallo rubato che apparve poi a Nehuentúe.
Adesso il gran debito della vita fu pagato con paura,
fu rovesciato sulla terra come un raccolto
per il quale tutti fuggivano pregando, piangendo e morendo,
senza comprendere perché nascemamo, né perché la terra
che aspettò tanto tempo che maturasse il frumento,
adesso, senza pazienza, come una brusca vedova
ubriaca e crepitante si facesse pagare all’improvviso
amore e amore, vita e vita, morte e morte.
V
Il cimitero degli Andwanter a Isla,
di fronte a Valdivia, nascose per cento anni
l’ultima goccia pura dell’oblio. Soltanto
dei tanti fondatori morti, il cavaliere biondo
e sua moglie cucinante, i figli che divorò l’inverno.
Le liane, le edere, le reti del bosco,
i fili che dal drimis winterey e dal notofagus
alti come le cattedrali che decaddero,
gotici come i sogni feroci del suo compleanno,
cucirono con ago e silenzio una piccola patria verde,
la chiesa vegetale che le sue ossa volevano.
E adesso, quei morti che fecero? Dove vivono?
Da quella tazza di acqua e oblio, da quella sussurrante
ombra segreta, uscì anche la paura
a passeggiare con il suo vestito inondato dalla solitudine di Valdivia?
O giunse anche lì la lingua del vulcano,
l’acqua interminabile che voleva uccidere
e il grido acuto, acuto del mare contro l’oblio?
VI
Da Puerto Saavedra un cortile di papaveri,
il non essere degli indios, la torre dell’estate
come un faro frustato dalle onde del frumento,
duro e azzurro il cielo della melanconia,
ed una radice carica di polvere e profumo
dentro di me, nascendo, abbattuto dalla luna.
Il vecchio poeta dalla barba gialla, pastore del cigno freddo,
del cigno errante, cupola, monarchia di neve,
capsula chiara, nave dei solenni laghi,
l’antico poeta che mi dette una mano
rapida, fuggitiva, prima di andarsene nella sua tomba,
adesso che poté fare con il suo piccolo scheletro
dal momento che tutto tremò senza cigni, tutto rotolò nella pioggia,
e il mare dall’altro lato divorò il Malecón,
entrò dalle finestra odio e acqua nemica,
odio senza fondo, spada della natura.
Cosa poté fare il mio amico ridotto a semenza,
ritornato a germe, forse appena nato,
quando l’odio del mare schiacciò i legni
e verso la solitudine rimase sacrificato?
VII
Vulcani! Dei perduti, rinnegati,
dei sostituiti, carnivore corolle,
mi abituai a guardare il livello dell’acqua,
la statura dell’insetto o pietruzza
il vostro intatto silenzio di cavalli innevati,
i colli del vulcano, i musi, i denti
che soltanto mordevano freddo, i collari
del grande dio Chillán, del Puntiagudo, dell’Osorno,
le piume del Villarrica che il vento feroce
dissemina in distanza e acqua riconcentrata,
oh Tronador, pane da poco creato dal forno freddo
in mezzo alla selva chiusa come una chiesa,
Llaima, con il tuo pennacchio d’oro e fumo,
Aconcagua, pesante padre del silenzio nel mondo,
Calbuco, vulcano fresco, santo delle mele.
In questo vulcano e nell’altro la razza della terra
fondò il suo essere e il suo non essere, favorì la sua famiglia,
formulò leggi scritte con sangue di volpe,
suggerì il rapimento, il sale, la guerra, la cenere.
Così, nacque dal fango,
dal fango di vulcano
il primo uomo.
VIII
Dentro c’è il terrore, giù dorme il terrore,
è un ovulo striato che vive nel fuoco,
è una piuma pallida che – macchina o medusa –
sale e scende, percorre le vene del vulcano,
finché frenetica saltò dal suo recinto
e da larva insondabile si trasformò in corona,
tuono terribile, tubo totale della tormenta,
rosa di zolfo, e sangue sopra il dio coronato.
E quella pace,e quella neve nella menzogna
dell’acqua quieta, nella pazienza del Llanquihue,
tutto quello, l’estate con la sua colomba immobile,
terminò in un sibilo di fuoco profondo:
si spezzò il cielo, galoppò la terra,
e quando soltanto il mare poté rispondere
si unirono le acque in una onda vigliacca
che palpitò salendo in altezza
e cadde con il suo freddo nell’inferno.
IX
Amore mio, amore mio, chiudimi gli occhi
non solo contro la chiarezza vulcanica, non solo
contro l’oscurità della paura: non voglio vedere,
già non voglio sapere, né conoscere, né essere.
Chiudimi gli occhi contro tutte le lacrime,
contro il mio proprio pianto ed il tuo, contro il fiume
del pianto perpetuo che tra notte e lava
accarezza e perfora come un bacio solforico
l’ultimo vestito della mia povera patria, seduta su una pietra
di fronte all’invito insistente del mare,
sotto l’interminabile condotta della cordigliera.
X
La paura avvolge le ossa come una nuova pelle,
avvolge il sangue con la pelle della notte,
sotto la pianta dei piedi si muove la terra:
non è il tuo capello, è la paura nella tua testa
come una capigliatura di chiodi verticali
e quello che vedi non sono le strade ritte
ma, dentro di te, le tue pareti abbattute,
il tuo infinito frustrato, crolla
ancora la città, nel tuo silenzio soltanto si ode
la minaccia dell’acqua e nell’acqua
i cavalli affogati galoppano nella tua morte.
XI
Tornerò a vedere quanto fu rispettato
dal fuoco, terra e mare, senza dubbio. Un giorno
arriverò come gli emigrati prima di essere vinti:
questo vorrò, questa casa, questa pietra, questo uomo.
La tenerezza ha una mano di ciclone tardivo
per recuperare i suoi miserabili tesori
e poi oblio e pioggia lavano le macchie digitali
del divorato. Sicuramente tutto
rimarrà lì, i velieri
tornano dall’arcipelago carichi
di ricci di mare, con pomodori di iodio,
con i legni duri di Chacao
e io vedrò lo stesso giorno antico con titolo di neve,
con un vulcano silenzioso in piena luce
e il brivido più grande della terra
si allontanò come il vento polare al suo destino.
E crescerà più di un fiore, più di un pane, più di un uomo
dalle stesse radici dimenticate dalla paura.
XII
Araucaria, chi sei? Chi sono? Sottomettiti!
Soffri!, Sottomettiti! Corrano! Qui sono! Ma piove.
Non c’è più nessuno. Cadde la torre. Portino,
portino il cucchiaio, la pala, la zappa,
adesso muoio, dov’è la Rosa? Non c’è nessuno,
non c’è finestra, non c’è luce, andarono via, morirono.
Io discesi al patio, allora non ebbi terra,
tutto girava, il fuoco saliva dall’angolo.
Tu sai che Alarcón fece salire i suoi figli
sulla nave, verso il mare, ma neppure il mare
era lì, il mare se ne era andato via,
era fuggito, fuggito, fuggito il mare
e tornò in una sola onda, in una nera onda,
in una nera onda del mare
il mare tornò tornò tornò.
In una sola onda gli abitanti di Alarcón morirono.
XIII
Sotto le mie ali bagnate, figli, dormite,
amara popolazione della notte instabile,
cileni perduti nel terrore, senza nome,
senza scarpe, senza padre, né madre, né saggezza:
adesso sotto la pioggia tenderemo
il poncho e in piena morte, sotto le mie ali,
in piena notte dormiremo per risvegliare:
è nostro dovere eterno la terra nemica,
nostro dovere è aprire le mani e gli occhi
e uscire a contare quello che muore e quello che nasce.
Non c’è infortunio che non ricostruisca l’ago:
cucia ciò che cuce il tempo come una sarta
cucirà un roseto nuovo sopra le cicatrici
e adesso abbiamo nuove isole, vulcani,
nuovi fiumi, oceano neonato,
adesso siamo una volta di più: esistiamo,
poniamoci sul viso l’unico sorriso che galleggiò sopra l’acqua
raccogliamo il sombrero bruciato e il cognome morto,
vestiamoci di nuovo da uomo e da donna nudi:
costruiamo il muro, la porta, la città:
cominciamo di nuovo l’amore e l’acciaio:
fondiamo un’altra volta la patria tremante.