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Neruda - le poesie
ELEGÍA DE CÁDIZ
I
El más lejano de los otoños perdidos,
la sensación del frío que toca a cada puerta,
los días en que fui más pequeño que un hombre
y más ancho que un niño, lo que llaman pasado,
pasado, sí, pero pasado de la tierra y del aire,
de las germinaciones, del tiempo moribundo,
todo ha vuelto a envolverme como un solo vestido,
todo ha vuelto a enterrarme en mi luz más antigua.
Otoños, de cada hoja tal vez se levantaron
hilos desconocidos, insectos transparentes,
y se fue construyendo otro árbol invisible,
otra arboleda muerta por tiempos y distancias.
Eso es, eso será tal vez lo que me cubre,
túnica o niebla o traje de oro o muerte,
algo impalpable y lento que conoce mi puerta
está esperando un ser parecido a una hoja:
sin llave y sin secreto tembló la cerradura.
Ahora, otoño, una vez más nos encontramos,
una vez más ahora nos despedimos:
buenos días, panal de la miel temblorosa,
adiós, secreto amor de la boca amarilla.
II
Hace treinta y tres años este tren
de la Gare de Lyon a Marsella y luego, luego
más lejos... Será éste el otoño,
el mismo, repetido hoja por hoja?
O está la tierra también disminuida,
gastada y arrugada como un traje
mil veces llevado a la fiesta y más tarde a la muerte?
Hoy el rojo sobre el verde, las hayas
son los grandes violines verticales de la pradera,
las vacas echadas en el vapor de la media mañana,
la tierra
de Francia vestida con sus hojas de fiesta.
Tal vez la tierra sólo gasta sus sombras,
sólo gasta la luz que limpia su vestido,
sólo gasta el invierno que lava sus raíces,
y ella se queda intacta, sonora, fresca, pura,
como antigua medalla que canta todavía,
lisa, dorada, en medio del tiempo que envejece.
El tren corre y separa los recuerdos,
los corta como espada, los disemina, sube
por las mismas colinas, abre los mismos bosques,
deja atrás, deja atrás no sólo la distancia,
sino lo que yo fui, lo que vivió conmigo:
aquel joven errante que alguna vez sostuvo
la torre del otoño, mientras el tren violaba
como un toro morado la frescura de Francia.
III
Los elegantes barcos cerrados como tumbas
en el pequeño Puerto Viejo... Marsella de mil puntas
como estrella de mar, con ojos encendidos,
alturas amarillas, callejas desdichadas,
el más antiguo viento de Europa sacude
las íntimas banderas de las lavanderías
y un olor de mar desnudo pasea sin pudor
como si Anadiomena crepitara en su espuma
entre el semen, las algas, las colas de pescado
y la voz mercantil de los navios.
La guerra segregó su vinagre infernal,
su inexplicable cólera contra las callejuelas
y la puerta del mar que nunca conoció
naves que se llamaran Remordimiento o Sangre.
No quiero recordar la rosa dolorosa,
la humillación de sus manos azules:
sigamos nuestro viaje porque sigue la vida
y entonces hoy y ayer y mañana y entonces
el azafrán y el vino preparan el banquete,
relucen los pescados con nupcial aderezo
y los manteles bailan en el aire africano.
IV
Amarrada a la costa como una clara nave,
Cádiz, la pobre y triste rosa de las cenizas,
azul, el mar o el cielo, algunos ojos,
rojo, el hibiscus, el geranio tímido,
y lo demás, paredes roídas, alma muerta.
Puerto de los cerrojos, de las rejas cerradas,
de los patios secretos serios como las tumbas,
la miseria manchando como sombra
la dentadura antigua de una ciudad radiante
que tuvo claridad de diamante y espada.
Oh congoja del papel sucio que el viento
enarbola y abate, recorre las calles pisoteado
y luego cae al mar, se consume en las aguas,
último documento, pabellón del olvido,
orgullo del penúltimo español.
La soberbia se fue de los pobres roperos
y ahora una mirada sin más luz que el invierno
sobre los pantalones pulcramente parchados.
Sólo la lotería grita con mentira de oro:
el 8-9-3 gl 7-0-1
el esplendor de un número que sube en el silencio
como una enredadera los muros de las ruinas.
De cuando en cuando golpea la calle un palo blanco.
Un ciego y otro ciego. Luego el paño mortuorio
de seis sotanas. Vamonos. Es hora de morir.
V
Desde estas calles, desde estas piedras, desde esta luz gastada
salió hacia las Américas un borbotón de sangre,
dolor, amor, desgracia, por este mar
un día,
por esta puerta vino la claridad más verde,
hojas desconocidas, fulgor de frutos, oro,
y hoy las cascaras sucias de patatas mojadas
por la lluvia y el viento juegan en el vacío.
Y qué más? Sí, sobre los dignos rostros pobres,
sobre la antigua estirpe desangrada,
sobre descubrimientos y crueldades,
encima las campanas de aquella misma sombra,
abajo el agujero para los mismos muertos.
Y el Caudillo, el retrato pegado a su pared:
el frío puerco mira la fuerza exterminada.
VI
De tanto ayer mis patrias andan aún apenas.
De tanta dignidad sólo quedaron ojos.
Del sueño un ceniciento souvenir.
América poblada por descalzos,
mi pueblo arrodillado frente a la falsa cruz,
mineros, indios pobres, galopando borrachos
al lado de los ríos inmortales. Amada mía, América,
descubierta, violada y abandonada bajo
la colérica nieve, la panoplia volcánica:
pueblos sin alfabeto, mordiendo el duro grano
del maíz, el pan de trigo amargo:
americanos, americanos del andrajo,
indios hechos de oxígeno, plantas agonizantes,
negros acostumbrados al grito del tambor,
qué habéis hecho de vuestras agonías?
Oh terribles Españas!
VII
Como dos campanadas en destierro
se responden: ahora, conquistados,
conquistadores: está la familia en la mesa,
separados y unidos en el mismo castigo,
españoles hambrientos y americanos pobres
estamos en la misma mesa pobre del mundo.
Cuando ya se sentó la familia a comer
el pan se había ido de viaje a otro país:
entonces comprendieron que sin ninguna broma
el hambre es sangre y el idioma es hambre.
VIII
Piedad para los pueblos, ayer, hoy y mañana!
A tientas por la historia, cargados de hierro y lágrimas,
crucificados en implacables raíces,
con hambre y sed, amargas enfermedades, odio,
con un saco de sal a la espalda,
de noche a noche, en campos de tierra dura y barro,
aquí y allí, en talleres tapizados de espinas,
en puertos, privilegio del desdén y el invierno,
y por fin en prisiones
sentenciados
por una cuchillada caída en el hermano.
Sin embargo, a través de la aspereza
se mueve el hombre del hierro a la rosa,
de la herida a la estrella.
Algo pasa: el silencio dará a luz.
He aquí los humillados que levantan los ojos,
cambia el hombre de manos:
el trueno y las espigas se reúnen
y sube el coro negro desde los subterráneos.
Cambia el hombre de la rosa al hierro.
Los pueblos iluminan toda la geografía.
ELEGIA DI CADICE
I
Il più lontano dei nostri autunni perduti,
la sensazione del freddo che bussa a ogni porta,
il giorno in cui fui più piccolo di un uomo
e più anziano di un bambino, quello che chiamano passato,
passato, si, ma passato della terra e dell’aria,
delle germinazioni, del tempo moribondo,
tutto ha riportato ad avvolgermi come un solo vestito,
tutto ha riportato ad interrarmi nella mia luce più antica.
Autunni, da ciascuna foglia forse si alzarono
fili sconosciuti, insetti trasparenti,
e si costruì un altro albero invisibile,
un altro bosco morto per tempi e distanze.
Questo è, questo sarà forse quello che mi ricopre,
tunica o nebbia o abito d’oro o morte,
qualcosa di impalpabile e lento che conosce la mia porta
sta aspettando di essere paragonato a una foglia:
senza chiave e senza segreto tremò la serratura.
Adesso, autunno, una volta di più ci incontriamo,
una volta di più adesso ci congederemo:
buon giorno, favo di miele tremante,
addio, segreto amore dalla bocca gialla.
II
Trentatre anni fa questo treno
dalla Gare de Lyon a Marsiglia e dopo, dopo
più lontano … sarà questo l’autunno,
lo stesso, ripetuto foglia per foglia?
O è la terra tanto ridotta,
logorata e raggrinzita come un vestito
mille volte portato nella feste e più tardi nella morte?
Oggi il rosso sopra il verde, i faggi
sono i grandi violini verticali della prateria,
le vacche distribuite nel vapore di metà mattina,
la terra
di Francia vestita con le sue foglie della festa.
Forse la terra solamente consuma le sue ombre,
solamente consuma la luce che pulisce il suo vestito,
solamente consuma l’inverno che lava le sue radici,
e essa rimane intatta, sonora, fresca, pura,
come antica medaglia che canta ancora,
liscia, dorata, in mezzo al tempo che invecchia.
Il treno corre e separa i ricordi,
li spezza come spada, li sparpaglia, sale
per le stesse colline, apre gli stessi boschi,
lascia indietro, lascia indietro non soltanto la distanza,
ma quello che fui, quello che visse con me:
quel giovane errante che qualche volta sostenne
la torre dell’autunno, mentre il treno violava
come un toro violaceo la freschezza della Francia.
III
Le eleganti barche chiuse come tombe
nel piccolo Porto Vecchio … Marsiglia dalle mille punte
come stella del mare, con occhi incendiati,
alture gialle, vicoli disgraziati,
il più antico vento d’Europa scuote
le intime bandiere delle lavanderie
e un odore di mare nudo passa senza pudore
come se Anadiomene crepitasse nella sua schiuma
tra il seme, le alghe, le code di pesci
e la voce mercantile delle navi.
La guerra segregò il suo aceto infernale,
la sua inspiegabile collera contro le viuzze
e la porta del mare che mai conobbe
navi che si chiamavano “Rimorso” o “Sangue”.
Non voglio ricordare la rosa dolorosa,
l’umiliazione delle sue mani azzurre:
continuiamo il nostro viaggio perché continua la vita
e quindi oggi e ieri e domani e quindi
lo zafferano e il vino preparano il banchetto,
rilucono i pesci con nuziale addobbo
e le tovaglie ballano nell’aria africana.
IV
Ormeggiata alla costa come una chiara nave,
Cadice, la povera e triste rosa delle ceneri,
azzurro, il mare o il cielo, qualche occhio,
rosso, l’ibisco, il timido geranio,
e il resto, pareti corrose, anima morta.
Porto dei lucchetti, delle inferriate chiuse,
dei patii segreti seri come le tombe,
la miseria macchia come ombra
la dentatura antica di una città raggiante
che possiede chiarezza di diamante e di spada.
Oh angoscia di giornale sporco che il vento
inalbera e abbatte, percorre le strade calpestato
e poi cade nel mare, si consuma nelle acque,
ultimo documento, padiglione dell’oblio,
orgoglio del penultimo spagnolo.
La superbia andò via dai poveri guardaroba
e adesso uno sguardo senza più luce che l’inverno
sopra i pantaloni accuratamente rattoppati.
Soltanto la lotteria grida con bugia d’oro:
il 8-9-3 il 7-0-1
lo splendore di un numero che sale nel silenzio
come un rampicante i muri delle rovine.
Di quando in quando colpisce la strada un palo bianco.
Un cieco e un altro cieco. Poi il panno mortuario
di sei abiti talari. Andiamocene. È ora di morire.
V
Da queste strade, da queste pietre, da questa luce logora,
uscì verso le Americhe un gorgoglio di sangue,
dolore, amore, disgrazia, da questo mare
un giorno
da questa porta venne la chiarezza più verde,
foglie sconosciute, fulgore di frutti, oro,
e oggi le bucce sudice delle patate bagnate
dalla pioggia e dal vento giocano nel vuoto.
E perché mai? Si, sui degni volti poveri,
sull’antica stirpe dissanguata,
sopra scoperte e crudeltà,
sopra le campane di quella stessa ombra,
sotto il buco per gli stessi morti.
E il Caudillo, il ritratto incollato alla parete:
il freddo porco guarda la forza sterminata.
VI
Di tanto ieri le mie patrie si muovono ancora a fatica.
Ti tanta dignità rimasero soltanto occhi.
Del sogno un cenerino souvenir.
America popolata da scalzi,
il mio popolo inginocchiato di fronte a una falsa croce,
minatori, indios, poveri, galoppano ubriachi
accanto ai fiumi immortali. Amata mia, America,
scoperta, violata e abbandonata sotto
la collerica neve, la panoplia vulcanica:
popoli senza alfabeto, che mordono il duro grano
del mais, il pane di frumento amaro:
americani, americani dello straccio,
indios fatti di ossigeno, piante agonizzanti,
negri abituati al grido del tamburo,
che avete fatto delle vostre agonie?
Oh terribile Spagna!
VII
Come due rintocchi in esilio
si rispondono: ebbene, conquistati,
conquistatori: è la famiglia intorno al tavolo,
separati e uniti nel medesimo castigo,
spagnoli affamati e americani poveri
stiamo allo stesso tavolo povero del mondo.
Quando si sedette la famiglia a mangiare
il pane era fatto di viaggio verso altri paesi:
allora compresero che senza nessuno scherzo
la fame è sangue e la parola è fame.
VIII
Pietà per i popoli, ieri, oggi e domani!
A tentoni per la storia, carichi di ferro e lacrime,
crocifissi a implacabili radici,
con fame e sete, amare malattie, odio,
con un sacco di sale sulla schiena,
di notte in notte, in campi di terra dura e fango,
qui e lì, in officine tappezzate di spine,
in porti, privilegio dello sdegno e dell’inverno,
e infine in prigioni
condannati
per una coltellata caduta sul fratello.
Tuttavia, attraverso l’asprezza
si muove l’uomo dal ferro alla rosa,
dalla ferita alla stella.
Qualcosa accade: il silenzio darà la luce.
Ci sono qui gli umiliati che alzano gli occhi,
cambia l’uomo di mano:
il tuono e le spighe si uniscono
e sale un coro nero dai sotterranei.
Cambia l’uomo dalla rosa al ferro.
I popoli illuminano tutta la geografia.