Menu principale:
Neruda - le poesie
Oda a un millonario muerto
Conocí a un millonario.
Era estanciero, rey
de llanuras grises
en donde se perdían
los caballos.
Paseábamos su casa,
sus jardines,
la piscina con una torre blanca
y aguas
como para bañar a una ciudad.
Se sacó los zapatos,
metió los pies
con cierta
severidad sombría
en la piscina verde.
No sé por qué
una a una
fue descartando
todas sus mujeres.
Ellas
bailaban en Europa
o atravesaban rápidas la nieve
en trineo, en Alaska.
S. me contó cómo
cuando niño
vendía diarios
y robaba panes.
Ahora sus periódicos
asaltaban las calles temblorosas,
golpeaban a la gente con noticias
y decían con énfasis
sólo sus opiniones.
Tenía bancos, naves,
pecados y tristezas.
A veces con papel,
pluma, memoria,
se hundía en su dinero,
contaba,
sumando, dividiendo,
multiplicando cosas,
hasta que se dormía.
Me parece
que el hombre nunca pudo
salir de su riqueza
-lo impregnaba,
le daba
aire, color abstracto-,
y él se veía
adentro
como un molusco ciego
rodeado
de un muro impenetrable.
A veces, en sus ojos,
vi un fuego
frío, lejos,
algo desesperado que moría.
Nunca supe si fuimos enemigos.
Murió una noche
cerca de Tucumán.
En la catástrofe
ardió su poderoso Rolls
como cerca del río
el catafalco
de una
religión oscura.
Yo sé
que todos
los muertos son iguales,
pero no sé, no sé,
pienso
que aquel
hombre, a su modo, con la muerte
dejó de ser un pobre prisionero.
Oda al nacimiento de un ciervo
Se recostó la cierva
detrás
de la alambrada.
Sus ojos eran
dos oscuras almendras.
El gran ciervo velaba
y a mediodía
su corona de cuernos
brillaba
como
un altar encendido.
Sangre y agua,
una bolsa turgente,
palpitante,
y en ella
un nuevo ciervo
inerme, informe.
Allí quedó en sus turbias
envolturas
sobre el pasto manchado.
La cierva lo lamía
con su lengua de plata.
No podía moverse,
pero
de aquel confuso,
vaporoso envoltorio,
sucio, mojado, inerte,
fue asomando
la forma,
el hociquillo agudo
de la real
estirpe,
los ojos más ovales
de la tierra,
las finas
piernas,
flechas
naturales del bosque.
Lo lamía la cierva
sin cesar, lo limpiaba
de oscuridad, y limpio
lo entregaba a la vida.
Así se levantó,
frágil, pero perfecto,
y comenzó a moverse,
a dirigirse, a ser,
a descubrir las aguas en el monte.
Miró el mundo radiante.
El cielo sobre
su pequeña cabeza
era como una uva
transparente,
y se pegó a las ubres de la cierva
estremeciéndose como si recibiera
sacudidas de luz del firmamento.
ODE AL MILIONARIO MORTO
Conobbi un milionario.
Era straniero, re
delle pianure grigie
in cui si perdevano
i cavalli.
Passeggiavamo nella sua casa,
nei suoi giardini,
la piscina con una torre bianca
e acque
tante da bagnare una città.
Si tolse le scarpe,
mise i piedi
con certa
severità ombrosa
nella piscina verde.
Non so perché
una ad una
scartò
tutte le sue donne.
Esse
danzavano in Europa
o attraversavano rapide la neve
in slitta, in Alaska.
S. mi raccontò come
quando bambino
vendeva giornali
e rubava pane.
Ora i suoi quotidiani
assaltavano le strade tremanti,
colpivano la gente con notizie
e dicevano con enfasi
solamente le sue opinioni.
Aveva banche, navi,
peccati e tristezze.
A volte con carta,
piuma, memoria,
si affondava nel suo denaro,
contava,
sommando, dividendo,
moltiplicando cose,
fino a che si addormentava.
Mi sembra
che l’uomo non poté mai
uscire dalla sua ricchezza
- lo impregnava,
gli dava
aria, colore astratto -,
ed egli si vedeva
dentro
come un mollusco cieco
circondato
da un muro impenetrabile.
Talvolta, nei suoi occhi,
vidi un fuoco
freddo, lontano,
qualcosa disperato che moriva.
Mai seppi se fummo nemici.
Morì una notte
vicino a Tucumán.
Nella catastrofe
bruciò la sua poderosa Rolls
come vicino al fiume
il catafalco
di una
religione oscura.
Io so
che tutti
i morti sono uguali,
ma non so, non so,
penso
che quell’
uomo, a modo suo, con la morte
cessò di essere un povero prigioniero.
ODE ALLA NASCITA DI UN CERVO
Si adagiò la cerva
dietro
la recinzione di filo spinato.
I suoi occhi erano
due scure mandorle.
Il gran cervo vegliava
e a mezzogiorno
la sua corona di corna
brillava
come
un altare incendiato.
Sangue e acqua,
una borsa turgida,
palpitante
e in essa
un nuovo cervo
inerme, informe.
Lì rimase nei suoi torbidi
involucri
sopra il pascolo macchiato.
La cerva lo leccava
con la sua lingua d’argento.
Non poteva muoversi,
ma
da quel confuso,
vaporoso involucro,
sudicio, bagnato, inerte,
si affacciò
la forma,
il musetto acuto
della reale
stirpe,
gli occhi più ovali
della terra,
le fini
gambe,
frecce
naturali del bosco.
Lo leccava la cerva
senza smettere, lo ripuliva
dall’oscurità, e ripulito
lo consegnava alla vita.
Così si alzò,
fragile, ma perfetto,
e cominciò a muoversi,
a dirigersi, a essere,
a scoprire le acque sul monte.
Guardò il mondo raggiante.
Il cielo sopra
la sua piccola testa
era come un’uva
trasparente,
e si attaccò alle mammelle della cerva
rabbrividendo come se ricevesse
scosse di luce del firmamento.